Karely aprieta vacilante la boquilla de la lata de pintura. Sale de inmediato el espray negro con el que dejará plasmado su nombre en esa pared llena de colores, un es- pacio que aporta a la resignificación de una localidad estigmatizada por la violencia y el rezago social. La niña de 12 años y sus pequeños hermanos no lo saben bien, pero están integrándose a un nuevo matiz en la historia de Vistas del Norte.
En la ciudad de Chihuahua, es el desarrollo habitacional más alejado, por el extremo norte, del centro de la mancha urbana. Después de la Unidad hay sola- mente baldíos para depositar escombros, bancos de material para construcción, un libramiento carretero y algunos terrenos con granjas.
A la distancia hay quienes observan a Karely y a otros niños vaciar las latas de pintura en la pared: madres y padres de familia que caminan lentamente de- trás de las carriolas, jóvenes que recorren el lugar con mochilas y más infantes a quienes les provoca curiosidad esa mezcla de colores que paulatinamente dan sentido a un espíritu donde parecía no haber nada.
La niña de 12 años pinta su nombre en esa pared, pero no sólo ella rodea a Spaik, un artista llegado de Tulum que dejará una obra de arte en uno de los puntos concurridos de la Unidad. Al nombre de Karely se le suman los de Alison y Julia, y de otros niños que se apropian de un espacio público para disfrutar de él en los siguientes días y semanas, o tal vez meses y años.
Spaik es el autor del mural, lo acompaña Román y entre los dos ponen a practicar a los niños antes de pintar en la pared. Grandes círculos sobre unas cubetas usadas, marcadas por Román, son el espacio perfecto para que Karely y el resto puedan tomar confianza en el uso de la lata de aerosol. Spaik les pide pintar una letra a la vez y corrigen la técnica. Finalmente están listos.
Román pinta en la pared corazones color escarlata y rosa, algunos verdes, azules y morados, de los cuales salen unas alas blancas. Dentro de esos corazones van los nom- bres de los niños partícipes de un movimiento que desde hace varios años procura cambiar la mala fama que cae sobre esa Unidad.
La ciudad de Chihuahua tiene un aspecto geográfico triangular. El norte es como una punta con decenas de colonias, naves industriales, escuelas, y su principal conexión: la carretera Panamericana. En cambio, hacia el sur la mancha urba- na tiende a extenderse a los lados o hacia el este y el oeste.
Desde hace un par de décadas, la autoridad municipal tendió a aprobar fraccionamientos, en esas lejanías norteñas, que incumplían con los servicios básicos para sus ha- bitantes; carecían de seguridad y un buen sistema de agua potable. Tal es el contexto de Vistas del Norte.
Antes en toda esa área no había nada más que terrenos. Alrededor de 2010 se comenzó a edificar la primera etapa de Vistas del Norte. Hoy en día la Unidad Habitacional ya lleva cinco etapas, con realidades bien distintas entre ellas.
Las primeras etapas se edificaron muy rápido y estaban en un mercado de precio entre los 200 y 350 000 pesos. Es considerado un barrio popular. El 95 % de las viviendas han sido adquiridas con créditos del Infonavit.
La idea original para el desarrollo de cada etapa también fue mutando. En los primeros proyectos, se consideró un entorno habitacional con espacios públicos de libre acceso; sin embargo, la situación de inseguridad vivida en México, específicamente la crisis que atrapó a Chihuahua entre 2007 y 2012, llevó a las fraccionadoras a ofrecer viviendas en espacios cerrados.
Ningún punto de la ciudad se salvó de registrar hechos delictivos, pero se cargó una narrativa negativa hacia las colonias periféricas, como Vistas del Norte y Riberas del Sacramento, o Punta Oriente y Jardines de Oriente, al suroriente de la ciudad. Todas siguen cargando a cuestas el mismo señalamiento: su dinámica social es problemática.
Los datos oficiales mostraban un incremento de los índices delictivos en esos territorios, pero un fenómeno paralelo ocurría: la relación entre vecinos se fortaleció poco a poco mediante actividades en los parques, a fin de apropiarse de aquellos espacios en los que había temor de estar.
Esta actitud comunitaria fue a contracorriente incluso del espacio físico, ya que, después de las primeras viviendas edificadas, la constructora ofre- ció espacios cerrados, fraccionamientos con bardas perimetrales y casetas de vigilancia para controlar accesos y salidas, a fin de brindar más tranquili- dad a sus habitantes.
Esa segunda intención no resultó como se quería. La reja perimetral todavía se aprecia en esas etapas, pero las casetas están sin funcionar o destruidas. El fenómeno obedece a que un buen número de viviendas eran ocupadas bajo renta, pero cuando los arrendadores conseguían un crédito bancario, se iban a otra zona de la ciudad. Esto afectó la capacidad de organización interna; no hubo forma de pagar guardias.
A partir de la tercera etapa de Vistas del Norte, las viviendas subieron de precio, tanto por la dinámica del mercado inmobiliario como por el alza en la demanda de casas en calles cerradas. Hoy una casa en la cuarta y
quinta etapa de la Unidad alcanza un precio que parte de los 680 000 pesos y se mantiene el acceso restringido, lo que puede proveer percepción de seguridad, pero no pre- cisamente promueve la vida en comunidad.
Loreto Estela Loeza quería que le pusieran flores en su barda. Ella es dueña de una de las dos casas en las que está pintado el gran mural que realizó Spaik junto con la comunidad, como una actividad del proyecto Unidad Mu- ral, coordinado por el Espacio Cultural Infonavit.
Es en ese mural donde Karely, la niña de 12 años, dejó plasmado su nombre, y en el cual los vecinos querían ver
Vecinos de Vistas del Norte colaborando en la intervención del mural. reflejado un poco de Chihuahua y de la alegría de vivir en ese sector.
Las bardas de las dos casas utilizadas para el mural son de las primeras edificadas en Vistas del Norte, allá por 2010. Marcan casi una frontera con la colonia Riberas del Sacramento.
“Cuando llegaron a pedirme la barda para hacer esta obra yo les dije que sí, pero que quería flores, y ahora estoy muy contenta”, explica Loreto el día que se entregó a la comunidad el mural. Mientras ella platica, el ritmo de los Ángeles Azules (una grabación, hay que aclarar) entretiene a más personas de la Unidad, bajo dos enormes carpas blancas colocadas en el parque y corredor deportivo que colinda con la obra artística.
Para Loreto todo esto no se trata sólo de pintar un mural; es también una forma de resignificar la vivienda
en esa Unidad Habitacional, señalada durante varios años de ser violenta y conflictiva. “Ese estigma se les queda a las colonias que están en las orillas, pero ésta es una buena colonia, con gente trabajadora que trabaja todos los días y lucha por tener su casa. Siempre hay mucho movimiento, de las per- sonas que van a sus trabajos, a las maquilas y que cumplen con varios tur- nos”, dice Loreto.
De las maquilas habla porque justo ella trabajó 42 años en naves industriales y hoy está en trámite de su pensión. Así como ella, hay una gran cantidad de personas de ese vecindario que trabaja en ese mismo ramo industrial. La casa que ella compró con su esfuerzo es parte de la historia y el carácter de la Unidad.
Dylan es un estudiante de quinto grado en la Primaria Jesús Sánchez Mendoza. “Él es muy buen dibujante, es un artista, apóyenlo”, dice sonriente Spaik al entregarle un reconocimiento por haber dado ideas en dibujos para el mural. El chico se queda con el orgullo de haber apoyado en la creación de una obra que permanecerá en el sitio por donde pasa constantemente, junto a decenas de otros niños que estudian en las escuelas cercanas de educación preescolar y primaria.
Dylan ve, al lado de otras personas de la comunidad, cómo quedó toda la obra, en esa barda de 122 metros cuadrados. Spaik hace lo mismo; aprecia los trazos hechos días antes y recuerda aquello que le fue más complicado: el clima. Y es que tres días antes del evento de entrega del mural, tenía que co- menzar temprano. A las 8 de la mañana la barda para el mural daba sombra perfecta para trabajar, pero pasadas las 11 de la mañana era casi imposible seguir por el calor, y Spaik se retiraba del lugar.
Debía esperar entonces a que el sol le diera un poco de tregua, aunque eso no sucedía. A su regreso, por la tarde, Román lo apoyaba con una lona para intentar que los rayos solares no calaran tanto en la espalda del artis- ta. La lona era maltratada por el viento que aún soplaba, pero el trabajo debía seguir.
Para las 7:30 de la tarde-noche del penúltimo día, el enemigo solar se retiraba y se daban las mejores condiciones para continuar. Y en ese mo- mento las familias empezaban a salir al parque; no sólo era Dylan, sino también Karely, Julia, Alison, y otros niños movidos por la curiosidad, cuya participación ha resultado clave, pues son ellos los que presumieron la obra frente a otros compañeritos.
Ahora el sol, lejos de ser una molestia, resulta un aliado para abrillantar las figuras de cactus coloridos, un pajarillo verde, las flores anheladas por Lo- reto, los corazones con alas con los nombres de varios niños, algunas garzas y un enorme gato que resulta el remate de la obra.
Antes parecía un espacio meramente de paso, pero hoy esas almas de niño corren para tomarse fotos y seguir con sus dedos el contorno de cada uno de los dibujos del mural.
Doce niños hacen trabajos de manualidades en una mesa larga del salón de usos múltiples. La clase empieza a las 4 de la tarde y dura una hora. La maes- tra es Georgina Rodríguez; a su costado hay una gran ventana a través de la cual se ven unos aparatos para hacer ejercicio, una cancha de futbol con un enorme techo para dar sombra y una cancha de voleibol. Todas esas obras, incluido el salón de usos múltiples, se obtuvieron gracias a los vecinos del sector, demostrando así la cohesión que han logrado.
La maestra Georgina atiende por las mañanas una guardería. Su esposo, Víctor, trabaja en ese mismo horario en un centro de distribución de una ca- dena de supermercados. Por la tarde, ambos se dedican a impartir clases de varias actividades en esos espacios públicos, coordinados con la asociación civil Paz y Convivencia.
Georgina y Víctor viven en Riberas del Sacramento, la colonia pegada a Vistas del Norte, pero en años recientes su labor se ha enfocado en ésta última. Hace 17 años están en el sector. Comenzaron a participar en actividades co- munales en los parques y se fueron involucrando porque querían que esa labor convocara a más personas.
Hace tres años promovieron votaciones entre los vecinos para ganar un recurso de obras públicas municipales mediante el presupuesto participativo. Durante dos años consecutivos, motivaron a las personas para conseguir hasta 2 500 votos y lograr el objetivo.
El primer año fue complicado —recuerda Víctor—, pero poco a poco las personas se fueron involucrando cuando vieron que podían lograr este tipo de obras. La evidencia estuvo allí: la primera ocasión en que incidieron en el rum- bo del presupuesto participativo se obtuvieron recursos para construir el salón de usos múltiples y las dos canchas deportivas. Para el segundo año, se consiguió la remodela- ción de esos espacios. En el tercero no alcanzaron el objeti- vo, pero quieren hacer una cancha de beisbol.
Lo que ahora son espacios deportivos antes eran basureros, depósitos de escombros y eventualmente un punto de reunión de jóvenes que consumían droga. De ese grupo específico de jóvenes, algunos llevan ya dos años en clases de futbol y kick boxing.
Todo eso se ha logrado porque las personas han tenido un sentido de pertenencia —reflexiona Víctor—; un senti- miento que espera siga muy firme. No hay nada como la unión vecinal para contrastar la narrativa de delincuen- cia e inseguridad. El mural es la expresión más reciente de ese sentimiento.